Congo occidental, por Maura Morés

Congo occidental

Si C. Tangana tiene problemas con demasiadas mujeres, a nosotros nos sobran las demasiadas exigencias y el cúmulo de quebraderos de cabeza que te disparan cada hora medios y dueños en esta vida globalizada. Con nosotros me refiero a veces a mí, a veces a ti, o al de la otra casa. Uno preferiría estar solo pendiente de qué recetas se pueden hacer con las sobras de un cuarto trasero de pollo, pero no es posible. Ya no se puede vivir guiado por el gallo y el arco del sol, porque los correos electrónicos se envían a cualquier hora, en el mismo borde de la cama en la que no puedes dormir bien por efecto de pantallas eternas y vibraciones apremiantes. WhatsApps histéricos, exigencias de transferencias, «díselo a mi secretaria», compras que son la carrera de Ben-Hur donde nadie se aparta y arroja hummus precocinado al tiempo que mira el móvil, la admisión en colegios decentes, bocinazos en cada esquina, el taladro, «se nos ha acabado hasta la última chapata de corcho».

No es que me halle en el ojo de todos los huracanes, pero al final la agonía de los demás también me rocía a mí y se van sumando los gritos, acelerones y peticiones maleducadas de un exceso de humanos. Siempre es tarde para responder a un mensaje, y tarde es diez minutos aunque el mensaje verse sobre qué bar elegir para un encuentro y estuvieras haciendo caca. Tienes que responder al teléfono aunque ya lleves una eternidad viendo la luna llena y no esté ni Ferreras en su plató. Nuestros finos móviles con ligereza de gorrión se resquebrajan, los electrodomésticos duran un bostezo y la ropa un pestañeo, hay routers rebeldes que reparar, el armario cambia de temporada cada quince días. Querías tomarte la comida en serio y sacar el libro de la cocina marroquí que parece un bloque de cemento y al final volverás a echar patatas McCain en aceite caliente y, de paso, unos palitos de pescado indefinido para que los niños no vuelvan a dejar sin tocar la carísima merluza a la vasca que otros engulleron entre automáticos. «Qué buena» antes de salir por patas para tomar fuera de casa el café para el que ya no tenemos paciencia (no imagino qué pasaría si hubiera que molerlo). Se inventaron para todos nuestros apuros e incapacidades máquinas expendedoras sabedores de nuestra conversión en oficinistas yanquis robotizados con necesidad de chocolate.

Las grandes plataformas, pues no hay tiempo de acudir a ultramarinos, boutiques, mercerías o lo que mis amigas andaluzas llamaban casas de abastos, solucionan cada súbita necesidad en cuanto el cerebro la reclama en una ráfaga recordatoria teñida de remordimiento: la batidora de vaso para que las niñas desayunen smoothie, los vaqueros rotos que pegan más con las Nike, una nueva partida de cuchillos chino-albaceteños, pinzas, hilo dental, un aluvión de perchas, papel de aluminio, la saga Star Wars. Ahumados para el aperitivo, porque en el mercado esperas demasiado. Cervezas de importación. Los dos trikinis nuevos de rigor y la máquina que seca la manicura permanente. Los billetes de tren para Valencia, sin preguntar ni si el asiento es junto a la ventana, porque de todas formas no soltarás el iPhone para desear que el carguero desbloquee Suez y lleguen pronto al puerto más cercano los tres leggings para intentar hacer sentadillas y abdominales que necesitas. Para qué gastar tiempo en la papelería de abajo si tienes La Casa del Libro, para qué buscar zapatillas entre excesivos estantes si las de Zalando son exactamente de la tonalidad requerida por las tendencias recogidas en Vogue España y Marie Claire. Para qué comprar periódicos en el quiosco. Para qué visitar una tienda de iluminación cuando ya has visto la misma lámpara que tiene tu supuesta amiga en Wabi Home o Sklum; qué más dará que así todas las casas sean igual de escalofriantes. Y de ahí enseguida resbalamos al «¿para qué visitar a la tía si aún no hemos empezado Gambito de Dama?»

Plataformas de cine, normalmente de dudosa calidad, fútbol y después tenis, rugby o baloncesto NBA de pago, nos mantienen en un sillón con chicle mascado entre las piernas. Siempre habrá una sugerencia más que mirar en Amazon, otro pack de servilletas repelentes de humedad de colores soviéticos, otra crema antimanchas que no logra lo que promete su importe, hasta otro rosario de Fátima que regalar a quien anda jodido, porque los artículos religiosos no iban a escapar de las ventosas del mercadeo. Guayaba en febrero, artefactos para poder presumir de que elaboras masa madre sin dañarte ni un músculo y para repartir muffins de algarroba con sabor a comuna entre tus conocidas que se cuidan, obedientes rehusadoras de azúcar. Es lo único que puedes hacer antes de otro día de emails, espaguetis demasiado cocidos para que no chillen los niños y un par de Omeprazoles que aliviarán las turbulencias tras una necesaria tarde de ginebra mediocre. Pero siempre habrá perros con ganas de orinar, tortillas poco hechas que encargar para que no piensen tus invitados que cocinas vulgarmente por culpa de las cadenas laborales.

El coronavirus te impedirá dormir, y un hipotético pero posible despido, y calcular el presupuesto de la comunión, y los gritos de los de arriba que se van a separar por causa de las frustraciones de los cuarenta, y que hay mucha gente con cáncer de tu edad, y que el móvil que no se puede apagar por si las moscas emite destellos de faro de Nueva Inglaterra, y que te sientan horriblemente los pasteles industriales que engulles para no desmayarte camino de la academia y de gimnasia rítmica. Y que él o ella piensa que nunca habláis cenando con calma, y tiene razón pero tampoco trabaja para pincelar una mejor comodidad. Qué nos estamos dando, haciendo, infligiendo, metiendo. A qué nos obligan a jugar. Todo lo que compremos, veamos, paguemos por adelantado, redactemos, creemos, devoremos, tanteemos, desempaquetemos, enlacemos, resumamos, aprendamos obedientes, es para enriquecer a los que sí pueden dormir, y donde nadie riñe ni aprieta el calor mojado de madrugada. No podemos cambiarlo, ¿vamos a vivir en una cabaña? No podemos hacer más que pensar en qué mejorar en astucia y habilidad para arrancarle al sistema diez minutos de respiración.

 

 

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