Conciencia

Antonio-Balsalobre-cronicas-siyasaConozco bien el significado de las palabras santo y sabio. Y, precisamente por comprender el alcance de ambas voces, presumiré sin remilgos de mi hermano que es una cosa y la otra. Posee vastos y acreditados conocimientos de economía, filosofía y teología. Su humildad no fingida le ayuda a comprender que nunca sabrá lo suficiente; lo que le impulsa a seguir investigando. Se podría decir que es un sabio estudioso o un estudioso sabio; lo que prefieran.

Pero, ante todo, es un santo. Es de ese tipo de personas excepcionales que ha sido ungido por Dios; dotado de una gracia y luz únicas que ensombrece, sin pretenderlo, a quienes le rodean. Ha sido y es una bendición del cielo para mi familia. Otra sombra demasiada alargada para mí.

A menudo, conversamos sobre lo humano y lo divino. Hace bien poco, me regaló una perla que me ha servido de inspiración para el presente artículo. Vino a decir que «quien desoye la conciencia, pierde la razón. La conciencia es un órgano inmaterial, pero real, que nos habla; que nos dice qué está bien y qué no lo está. Cuando la ignoramos, perdemos el equilibrio y la paz».

Brillante reflexión que, con modestia,me propongo glosar.

Nuestro cuerpo consta de órganos con funciones específicas y bien definidas, de cuyas indispensables bondades nadie duda. Mas, al margen de tales vísceras, hay otras realidades que conviene no ignorar. No sé qué aspecto tiene el amor, la amistad o la caridad, ni cuánto pesan pero sé que están. Luego, si creo en estas evidencias, ¿por qué habría de negar la entidad del alma o de la conciencia? ¿No será que este mundo nuestro mira pero no ve?

Nuestro advenimiento a este mundo es un prodigio maravilloso en el que no reparamos lo suficiente. Como tantos milagros cotidianos que pasan desapercibidos, lo damos por hecho y le negamos la trascendencia que en verdad atesora. Hay quienes creen que el hombre nace con una herida; proclive al mal. Aún sin tener una sola prueba que lo acredite, creo, por el contrario, que venimos con un corazón limpio y una conciencia inmaculada pero yerma. Me resisto a creer que, ab initio, el mal anida en nosotros.

La formación recibida desde pequeños, la experiencia vital, la palabra y ejemplo de padres y educadores, el testimonio de amigos y compañeros y, ante todo, la disposición a la Palabra, irán forjando nuestra conciencia. Es estéril huir de ella pues nos acompañará allí donde vayamos. Será algo así como un centinela que nos avisará tan pronto desviemos el rumbo. Si somos capaces de  converger con el auténtico saber; cuando, sin ambages, distingamos el bien del mal; si, aún doliendo, hacemos lo que es correcto, entonces, solo entonces, será probable que hallemos paz.

Sí. Lo sé. Circunstancias crueles y demoledoras, así como patologías escalofriantes envilecen y trituran de tal modo la conciencia que convierten al hombre en un lobo para el hombre. No tengo explicaciones para todo aunque las busco desesperadamente. Créanme.

A lo largo y ancho de nuestra vida, habremos de adoptar decisiones y elegir caminos. En tales encrucijadas, sería bueno que echásemos manos de esa especie de alter ego; tanto más cuánto más cruciales sean esas disyuntivas. Si elegimos mal el camino, si claudicamos ante el mal, ni nos dejamos persuadir por la falacia, corremos el riesgo de desperdiciar nuestra vida. El aborto y la eutanasia, para que sean efectivas, precisan de nuestra voluntad. Abandonar a nuestra familia, nuestro más preciado tesoro, por falsas y esfumables ensoñaciones, de nosotros depende. Fallar a nuestros amigos cuando nos necesitan o sucumbir a vicios que desnaturalizan y destruyen a la persona son decisiones que solo a nosotros nos competen. Elegir el camino recto, aun pedregoso y empinado, o decantarnos por los atajos. Ésta es la cuestión.

No estoy prejuzgando nada ni a nadie. Líbreme Dios de tamaña insolencia. Solo digo que, cuando hayamos de tomar decisiones de calado, apaguemos el ruido, busquemos cobijo bajo un árbol y permitamos que nuestra voz interior fluya y guíe nuestros actos. No acabamos de entender la importancia del diálogo del hombre consigo mismo que, a la postre, es el diálogo con Dios. El Concilio Vaticano II dejó dicho que en lo profundo de su conciencia, el hombre descubre una Ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario,en los oídos de su corazón.

Un hondo sosiego o una indómita zozobra revelarán lo acertada o errada de nuestra decisión. Así de simple. No es posible ser razonable e ignorar la consciencia ética. La razón perecerá en ausencia de ésta.

Les puede asegurar que mi hermano tiene paz en su alma y nada hay más grande en este mundo.

La conciencia, queridos amigos, es el heraldo de Dios.

Fdo. José Antonio Vergara Parra.

 

 

 

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