Con las manos
Días de agua y fango, días de cadáveres que flotan desplazándose o que siguen sepultados bajo los escombros del fango del que en horas brota la podredumbre contra la que luchar con las manos es prácticamente imposible. Desolación, consternación y máximo estremecimiento son los sentimientos, si es que todavía les quedan, que quizá pululen por la mente de todos los valencianos que, desde hace una semana, lo han perdido todo.
Y así de infausta es la vida, así de caprichosa y traicionera es la naturaleza que, cuando nos trae el agua tan necesaria para los campos, erradica de la tierra a miles de personas con sus torrentes turbulentos que con las manos no se pueden aplacar, de los que con vida es prácticamente imposible salir airosos, porque somos partículas diminutas frente a los fenómenos meteorológicos, y porque a pesar de luchar con ganas, no tenemos la fuerza desbocada de una inundación que nos ahoga sin darnos un ápice de respiro para batallar.
Después, el paisaje embarruzado, desolado, abandonado y martirizado de seres humanos que se ven sin nada y lo que es más doloroso todavía, sin nadie. Miles de historias que ya solo son pasado, porque no van a tener la oportunidad de estrechar la mano al presente, ya que la DANA se ha encargado de perpetuar en Valencia y en Letur, sin permiso de nadie, la mayor historia de terror jamás contada.
Y en medio de este dantesco escenario, donde el goteo de muertos obedece a una tubería oxidada que no se puede enmendar ni cerrar, nos encontramos a un pueblo solidario, generoso y preocupado, que con las manos ha sido capaz de escarbar, casi a dentadas, la ciénaga que ha engullido a esos pueblos valencianos. Nos quejamos de que la humanidad se extingue pero hay que ser positivos y pensar que hay más personas buenas que malas, aunque estas últimas hagan más ruido.
Y mientras que niños se soltaron de las manos de sus padres por esas esperpénticas trompas de agua, mientras que limpiando asoman partes de cadáveres y mientras que el dolor es ahora el principal acompañante que no para de susurrarles al oído, está el sector de la sociedad que saca tajada limpia de las desgracias, aprovechándose de las donaciones y también están los políticos que se dividen en dos bandos: los que no han sabido gestionar esta situación por echarse la pelota unos a otros, y los que hacen campaña política para culpar al que no ha prestado ayuda, cuando ellos tampoco se han dejado ver por el lugar de los hechos.
Pero como española, porque aunque no airee la bandera, quizá sí sienta más mi patria que muchos que solo se dedican a promover el odio y la sublevación civil, sí siento el orgullo de una ciudadana que puede vanagloriarse de una sociedad comprometida y luchadora, que no entiende de ideologías políticas, ni de sexos, ni de razas y que ha dado un ejemplo que no está al alcance moralmente de los que sí tienen el poder: la ayuda incondicional e inmediata que sí han prestado solo con las manos.
Porque duele. Duele ver cómo a los niños les va a costar sonreír aunque la inocencia ya los haga jugar al fútbol sobre el barro (triunfando la ilusión sobre la adversidad); es lógica la duda de unos padres que puedan volver a tener la confianza en lo maravillosa que es la vida cuando este regalo, que dicen que es tan preciado, les ha arrebatado a los hijos. Y porque duele que haya miles de desaparecidos y que sea misión casi imposible poder rescatarlos.
Y mientras que ellos sobreviven heroicamente, otro sector de la sociedad sigue con la lucha dialéctica de titanes sobre quiénes son los posibles culpables, sobre posibles conspiraciones y defendiendo incomprensiblemente una vez más que con otros, esto no habría pasado, como si fuéramos soberanos de frenar los caprichos de la naturaleza.
No soy experta como sí lo son los que opinan desde la ignorancia por redes. En lugar de estar compartiendo bulos y fakes, producto del periodismo terrorista al que nos vemos sometidos, mejor ayudar. Y no me refiero a la ayuda económica, que habrá familias que no puedan, sino a la ayuda moral y a dejar de decir estupideces a pesar de la dichosa libertad de expresión que a veces, más que hacernos libres nos perpetúa, al igual que la lluvia de la que no debemos olvidarnos que se ha llevado por delante a más de mil personas. Y esto ahora es lo único que importa.