Comuniones de vértigo, según María Bernal

Comuniones de vértigo

Mes de las flores y mes de las comuniones. Esto es lo que nos trae mayo, entre otras muchas celebraciones. Pero desde hace unos años, el quinto mes del año se ha convertido en la mayor batalla campal para ver quién tira más de tarjeta, alejándose considerablemente del único significado del sacramento de la comunión.

Ahora, comulgar es sinónimo de pagar un impuesto de lujo a merced de una sociedad que enloquece día tras día con tal de demostrar que lo mejor lo  preparan ellos. Ahora, comulgar es concursar para ver quién es capaz de gastar más con el fin de conseguir tener una fiesta de la que todo Dios (y no me refiero al que se comulga) hable.

Lejos de lo que nos dice el mensaje cristiano sobre la comunión; lejos de la unión íntima con Cristo y lejos de que los niños fortalezcan la unión entre Dios y el alma, porque así lo establece el cristianismo, la gente tira la casa por la ventana con tal de que la comunión de sus hijos sea de más envergadura que la propia entrega de los Óscar.

Nos estamos volviendo completamente locos e inexplicablemente gilipollas y esto es lo que están absorbiendo los más pequeños, quienes ven cómo la celebración de la comunión solo es tener una fiesta de lujo, con regalos descomunales y con la sala abarrotada de invitados que en la mayor parte de los casos son compromisos de los padres.  Restaurantes con un cubierto similar o superior al de las bodas o viajes al extranjero como regalo de comunión, ¿en serio esto es un ejemplo de conformismo y valoración para los niños? No, porque ahora se les están inculcando unos valores etiquetados con un dorsal en el que pone “todo se hace a cambio de algo”.

Antes éramos felices y ricos con esos momentos de comunión cuando en un bajo montábamos el Hotel Ritz en cuestión de horas, sin lujos y con más gracia que ahora. Se curraba y mucho, pero esos momentos en familia después ya no iban a volver, porque después, a golpe de billetera, que en muchos casos no existe, todo es preparado de manera tan artificial, programado y mecanizado, que no se disfruta desde la sencillez que antaño nos hacía felices, sino desde la presión social que ahora tanto nos asfixia. Ahora nos hemos vuelto burgueses y hasta me atrevería a decir que somos más infelices de modo parcial, porque mientras que estamos pensando en si defraudaremos o no, se nos escapa la felicidad y la alegría de disfrutar el  instante fugaz.

Muchos niños no saben lo que es eso de las comuniones de antaño porque las modas están acabando con aquellos tiempos en los que no existían ni la rivalidad, ni las opiniones de los demás y, si las había, nuestro padres les hacían caso omiso; ellos sabían dónde estaba el límite, y, cuando les íbamos con el cuento, como niños que también fuimos,  de “a fulanito le han regalado una nave espacial “ te respondía con un simple “muy bien”.

La histeria de los padres de hoy en día ante las comuniones se multiplica hasta el punto de vivir ansiosos por la llegada del gran día, por la saturación que supone querer celebrar el evento más monumental del año para el que hasta limusinas se alquilan y platos de tres estrellas michelín se pagan.

Hipotecamos hasta el oxígeno con tal de que el lujo se convierta ese día en el mayor invitado y para expulsar orgullo por todos los poros de la piel cuando nos dicen: “¡qué bien ha salido todo!”, quizás de corazón, quizás con el recelo de “la mía fue o será mejor”. No hay que fiarse.

También está la moda de elegir iglesia porque ciertos edificios tienen más estilo y clase para las fotos o porque el sacerdote monta una fiesta superguay. ¿Nos hemos preguntado si después estos padres que hasta exigen iglesia van a acompañar a sus hijos a misa? ¿O solo lo hacen durante  el curso previo al evento porque así lo pide la catequista? Reflexionemos ante tanta controversia, que se nos nubla demasiado la mente y se aprecia más un matiz hipócrita que de creencia.

Una vez más, el mes de mayo nos trae estas comuniones de vértigo de las que muy pocos se escapan, afortunados ellos, y con las que comprobamos una vez más que el ser humano se mueve por convencionalismos, por el qué dirán y por ese afán de aparentar que tantas autoestimas se están cargando. Por eso, es inteligente hacer caso al refranero y agarrarnos al “no es rico el que tiene mucho dinero, sino el que vive contento”. Pues con las comuniones igual.