Ciberanzuelo, por María Bernal

Ciberanzuelo

El fin de semana pasado empecé a ver la serie Clickbait. Me la recomendaron y, como la fuente era bastante buena, me enganché. Independientemente de la trama, el secuestro de un hombre anunciando en redes sociales que va a morir, hay una evidencia preocupante para aquellas personas que todavía hacen gala del sentido común para vivir cívicamente en esta sociedad que está perdiendo la cordura en el ciberespacio. Y es que en esta serie  las redes sociales se convierten en un factor determinante en torno al cual se van sucediendo los hechos: el protagonista aparece en unos vídeos portando carteles que exponen su autoincriminación como maltratador y asesino, además de advertir que, si el vídeo recibe 5.000.000 de visitas, será asesinado. Y como ustedes imaginarán, el vídeo consigue esas visitas en poco tiempo, porque el morbo prima por encima de la dignidad humana.

La palabra que da título a la miniserie proviene del inglés y se ha traducido como ciberanzuelo. Y la preocupación no es la trama, sino la venta de la intimidad y de la vida de las personas a cambio de obtener visitas, likes, retuits y todas esas ciberpalabras que junto a PCR, antígenos y cuarentenas se han convertido en el pan nuestro de cada día. Incluso con el objetivo de matar el aburrimiento a costa del sufrimiento de otros. Y esto no solo pasa en una serie, también ocurre en la vida real.

La obsesión y la compulsividad por querer vender nuestra vida, a un precio demasiado bajo materialmente hablando y demasiado alto en cuanto a emociones se refiere,  por las redes se propaga a más velocidad que la variante Ómicron, y lo que antes era un entretenimiento, ahora se ha convertido en una droga muy difícil de repudiar y bastante compleja de tratar. Todo gira en torno a FaceBook, Instagram y Tik Tok.

Todos o casi todos somos esclavos de esta moda nociva y casi criminal que es la de vendernos en la red como si de un lugar seguro se tratara. Y ese es el problema (sentido por todos cuando nos alertan, pero rechazado cuando nos echamos el selfie para ser lo más), que nadie es consciente, a pesar de las miles de advertencias que los expertos hacen, de la peligrosidad que tiene demostrar ser la familia perfecta, el trabajador ideal o la personas más hermosa del mundo. Un espejo reluciente que se resquebraja cuando aterrizamos sobre la tierra, porque muy poco de lo mostrado resulta ser la verdadera realidad.

Vivimos en una especie de dictadura en la que nuestras propias emociones se convierten en tiranas de nuestros pensamientos los cuales son el resultado de las órdenes continuas de tener que exponer nuestra vida, hasta el punto de que es impensable levantarse un día sin registrar el lugar donde estamos, los kilómetros que hemos recorrido o el desayuno que hemos tomado.

Las modas de las redes sociales están creando un tipo de esclavitud condenada a que se atente contra la integridad física de todos  como y cuando quieran y lo que resulta más incomprensible es que aceptamos sin más las distintas políticas de privacidad a base de aceptar los cookies. En la serie está claro que las vidas de las personas están más que controladas y  la información, que los usuarios pueden buscar, se pone en el mercado a un precio asequible para todos los bolsillos.

Es inconcebible que las madres o padres, por ejemplo, sean capaces de exponer minuto a minuto la intimidad de los pequeños faltando el respeto e incumpliendo en el derecho a dar seguridad a sus hijos porque tenemos que demostrar a toda costa que tenemos lo mejor.

Esta necesidad incoherente y enfermiza tiene diagnóstico difícil de tratar ya que el ser humano no está dispuesto a renunciar a ese ciberanzuelo que engañosamente le garantiza una seguridad que puede acabar francamente mal, como el protagonista de la serie, cuyo recorrido de la mañana es rastreado por dos personas para vengarse, gracias a la información publicada en redes sociales.

Ahora es ineludible fotografiarlo y grabarlo todo, en lugar de disfrutarlo. Nos vamos de concierto y lo que antes era beber, bailar y cantar a viva voz, olvidándonos del mundo por completo, ahora se ha convertido en una necesidad imperiosa de tener que grabarlo para subirlo a la web.

Retransmitir la vida en fascículos supone asumir, sin que después haya peros que valgan, que en el momento en que se irrumpe en este mundo, la identidad y la intimidad ya no nos pertenecen, sino que pasa a formar parte de un centro de datos que está, quizás, en otro país por un tiempo indefinido, cuando no sea para siempre. Es decir, asumimos perder el control sobre cualquier publicación cediéndole a las distintas empresas tecnológicas la propiedad de nuestros fascículos, esos que pasarán a estar a disposición del mundo.

 

 

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