Cara de hormiga vieja
El joven periodista tenía cara de hormiga vieja con esas gafas de cristal ahumado a lo diputado ochentero. Era relativamente alto —176 centímetros— y poseía un cuello agradecido de nuez pronunciada. A todo esto, se sumaba la cara de quien, a los 27 años, aún vivía con sus padres.
La piel acoge el desgaste psicológico de los tiempos en curso como el asfalto acoge una pisada a un grillo verde: la sustancia viscosa, como ese esputo mañanero de bronquios de fumador en la acera. El joven periodista tenía también cara de impotencia y desazón. No podía realizar el acto sexual con su novia en una casa propia o de alquiler. Quería explayarse en los prolegómenos que tanto gusto da cuando se pone toda conciencia en el momento presente, el aquí y el ahora sin distracciones. Necesitaba estirar el tiempo de asueto y no andar de bosque en bosque en el coche, sufriendo manía persecutoria y el síndrome de la media asta postural.
Había que estar muy entrenado mentalmente para hacerlo en el Seat Ibiza con tanto móvil suelto, cámaras y micrófonos dispuestos a grabar. Había que estar, digo, neuronalmente muy limpio. Menos mal que no todo eran malas sensaciones. Estaba su padre ahí para animar el teletrabajo, paseando desnudo por la habitación y diciendo que metiera «esto» en el artículo. Acababan de bombardear Irán. Habían asesinado a 50 personas más en Gaza.
El contexto, qué sé yo. Industrias de fabricación digital de problemas mentales auspiciados por la compra metafísica de gigantescos deseos de usar y tirar. Anorexia de expectativas. Sueños del mono calvo, salvo que llegue el viernes, rápido, hasta chocar con la muerte de tanto mover la rueda del futuro. Bolsillos rotos. Lluvias de aburrimiento del malo. Otro mundo era y es imposible.
Los derechos humanos pisoteados, sí, pero demasiado televisados y demasiado lejos de tu presencia real de espíritu como para provocarte un grave escozor en los surtidores de dopamina y aceleración bélica, aunque fuera en forma de huelga de hambre. No hacía falta ni esposas ni látigos, solo un mar de móviles y una zanahoria en la luna.
Nada más empezar a soñar despierto con otro mundo, algo interrumpe la gran paja mental del reparto civilizado de la riqueza. De repente, te ves mañana viejo en una caravana de cuarta mano, con artrosis generalizada, sucio, dando tumbos y comiendo mierda con un bourbon y un cigarro a primera hora. Es entonces cuando regresas al presente, aunque no te agrade el menú y la digestión de la subsistencia sea tan pesada que parece que andas medio dormido, drogado, sonámbulo, mosqueado, vampirizado por la vida.
Me he ido. Lo sé.
Menos mal que su chica le anima: «Cuando tengamos habitación en alquiler y unamos tu sueldo y el mío en esta cruzada de la vida, me follarás como un león cortés. Repite conmigo: soy un león». Ella es ternura en estado puro. Divino tesoro que a veces se olvida.
Justo un día después del «soy un león», lo enviaron a una rueda de prensa. No una rueda de prensa cualquiera. La persona que la daba era el muy erudito: Feijóo. Los tiempos acelerados engendran o ascienden a personajes con ese don pedagógico que a todos nos maravilla.
El periodista tenía esa mañana cara de huevos hinchados, de inflación creciente, cara de dientes furiosos, de rabia interior. Era su turno de pregunta. Le dijo: «De la misma manera, como dice usted, que alguien que ha robado una joyería es posible que pueda robar un banco, ¿usted no cree que alguien que se hace fotos de vacaciones con un narcotraficante no podría, en potencia —esto venía del instituto y la filosofía—, vender cristal rosa en las islas Caimán para financiar campañas políticas de su partido?».
Tras la pregunta, una llamada. El joven periodista fue despedido de una forma fulminante. El rayo de los despidos. El neutrino de los finiquitos. Acto seguido, fue reducido por los cuerpos de seguridad del estado, detenido, cacheado, a la vista de todo el personal allí presente. Fue acusado al instante de trata de seres humanos y blanqueo de capitales. Conexiones en directo, audios creados ad hoc, las nubes eran radios, cambio de portadas, interrupciones abruptas en la tele en el momento que se cocinaba arroz y emperador en salsa de kiwi. Directo al coche policial y al juzgado. Prisión provisional sin fianza. Una nueva trama de camino a la cárcel. Fotos de fiestas en yates de lujo: la trama ‘Perfumes Hacienda’. Un auto judicial con exposición razonada de apertura de juicio oral con restos de vello púbico de varón. Un gesto simbólico e inequívoco de expresión de poder. El consejo del poder judicial haciéndose las uñas. 10 años, 2 meses y un día. Sentencia atlética, los cien metros lisos. Una serpiente, palomas bañándose en charcos de una gran ciudad, una pecera infestada de pirañas. Su padre paseando nuevamente desnudo.
Otros 100 muertos más y miles de personas corriendo con arena en las manos a falta de harina. Insatisfacción. Psicopatías cotidianas de los que se saben impunes. Así las cosas, una peseta de multa por airear donde vives y tu teléfono. «No me diga usted lo que está bien o lo que está mal», pensó, «reglas de tres dibujadas con el dedo en la luna llena.» Su padre salió del piso a la calle, conforme había estado todo el día, desnudo, después de que un grupo aparentemente humano hubiera incendiado magistralmente la vivienda.