Rosa Campos Gómez
Me gusta ver de noche la torre de la Basílica de la Asunción cuando voy por las calles del pueblo, esa magnífica asimetría que sobresale y se une junto a los tejados del casco antiguo de Cieza es de un esplendor que me regocija, su iluminación, que permite resaltar los colores que la visten me produce una cercanía de noche armoniosamente estrellada, sensación que experimento con frecuencia, y, además, en estos dos meses que cierran y abren años he notado algo que se suma.
Admiro la arquitectura, siento una especial atracción hacia ella desde que recuerdo y que por suerte no ha decaído, impresión que volví a percibir al ver esta monumental iglesia desde fuera en los varios días que he pasado por la plaza y calles que la envuelven, fue como si toda su historia, incluso desde que fue iglesia de Santa María en ciernes (1492), se acercara para ir introduciéndose en mi ánimo sin estridencias, pero con grata prestancia. Como si no me fueran en nada ajenos los constructores y todas las personas que la habían transitado en ese ayer.
La he visitado por fuera y por dentro con mi madre, a ella le gusta y para mí ha sido un gozo poder acompañarla a este recinto religioso, y a otros muchos, como en estas fechas suelo hacer con las cuatro generaciones de mi familia, porque en el montaje tan artesanal y artístico de belenes, Navidad tras Navidad, oteo una magia que siempre he agradecido.
La Iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción —consagrada como Basílica el 3 de mayo de 1946 por D. Jesús Mérida Pérez, obispo de Astorga y ciezano de nacimiento—, terminada de construir probablemente en 1715, fue alzada sobre aquella de menor dimensión ya citada, cuyo acceso estaba situado al norte, lateral donde está ahora ubicada Puerta de San Pedro, entrada que me parece de particular gracia y recogimiento, portada que recuerda al estilo renacentista herreriano, de sobria elegancia, aunque su realización pertenezca al periodo artístico del Barroco, al igual que la puerta lateral de Santa María, al sur, ambas con atrios de distintas dimensiones—, y diferenciándose de la gran fachada principal, barroca, de bella factura.
Me detengo un poco más en el atrio de la entrada de la calle de San Pedro, con verja de hierro datada en 1900 en la forja que corona el centro superior, flanqueado al oeste por una sección del muro del templo y al este por una de las dos paredes de la torre que está decorada con temas bíblicos esgrafiados en azul en su primera planta, el suelo adornado por cuatro grandes macetones con frondosas plantas, al frente se halla el muro con basamento de piedra sillar —como en todo el templo—acogiendo la puerta de esta entrada enmarcada entre pilastras y arco de medio punto, sobre este un frontón decorado con friso clásico, ornamentado con bajorrelieves, sobre el que se erige un tímpano, con corona sostenida por las visibles llaves de San Pedro en su centro, abierto en su cúspide para dejar cabida a la efigie de una cruz con concha a sus pies. Esta es parte de la decoración que en su elegante sencillez nos recibe en este espacio, el atrio, el espacio en el que uno de los días —ya había oscurecido y lloviznaba—procuró un ambiente íntimo que intuí que generaba unidad con cualquiera que deambulara por la calle y con quienes anduvieron por aquel lugar en cualquiera de los tiempos.
Durante diciembre y todo lo que va de enero he tenido en consideración varios temas sobre los que quería escribir para Crónicas de Siyâsa, pero debido a otros quehaceres, también importantes para mí, no lo he hecho hasta ahora. Quise escribir sobre películas con temas del momento, tenía varias en mente, pero tanto las vísperas como la propia Navidad me fue reclamando con asuntos que venían al caso, y no escribí, deberé de seguir otra táctica, empezando a partir de ya.
Y en todas estas jornadas que pertenecen a nuestra cultura religiosa, al margen de que seamos mucho, poco o nada feligreses, no me he olvidado de Palestina —tierra de donde nos viene la tradición cristiana— del genocidio que sufre su pueblo, del sin sentido de algunas realidades, y de lo bueno que sería que nos afectaran hasta el punto de salir a decir “no” a quienes se empeñan directa e indirectamente en decir “sí” a la barbarie aun disfrazándola de causa justa.
La hermosura de la conexión con la intimidad que puede transmitirnos algo —lo que sea que nos llene sin vaciar a nadie— de lo que hemos ido construyendo los humanos a través de la historia, desde lo social, desde la cultura, a través de las diferentes disciplinas artísticas, tiene poderosas disyuntivas con las masacres que no dejan de generar quienes ejercen lo inhumano.
La vida nos aguarda en este nuevo año que estrenamos, que puede ser sustancialmente vivo si sabemos y elegimos coger las riendas del humanismo… Buena andadura.