Bienvenido Mr. Chance, por José Antonio Vergara Parra

Presidente de los EEUU: Sr. Gardener ¿Está de acuerdo con Ben o cree que debemos fomentar el crecimiento con incentivos temporales?

Pausa de meditación

Sr. Gardener (Míster Chance): creo que si las raíces no se han podado, todo está bien y todo estará bien…En el jardín.

Pululan los análisis que intentan explicar el auge de la llamada extrema derecha. La mayoría de ellos incurren en serias contradicciones cuando no en clamorosos olvidos.

El dinero, la depravación ética y el ansia patológica de poder (valgan las redundancias) llevan una eternidad reinando sobre la faz de la Tierra. Deidades mundanas parapetadas tras estéticas tan dispares como fraudulentos señuelos. Estas fuerzas necesitan tener bien compartimentada a la sociedad. La propaganda, el miedo y el soborno se erigen en infalibles medios de persuasión para aborregar y domar a las distintas sociedades.

Sólo desde esta realidad puede explicarse la ceguera premeditada de la opinión publicada y, por ende, la desorientación de sus respectivos consumidores de información. Me explicaré.

La izquierda extrema goza de mejor prensa que la extrema derecha cuando, en justicia, ambas merecen idéntico repudio. ETA, en nombre de la izquierda abertzale, practicó el asesinato, la extorsión y una militante xenofobia. Blasones y vilezas, todavía calientes, que merecen el olvido de quienes, por bastardos réditos, estiran o contraen la memoria según convenga.

En nombre de la insurrección cubana (de pabellón igualmente zurdo),  el Che Guevara y Fidel, homófobos redomados, mandaron construir campos de trabajos forzados para pervertidos sexuales (Che dixit) en la confianza de transformarlos en machos útiles para la Revolución. José Martí, en su obra Nuestra América, definía al homosexual como un ser afeminado, incapaz de construir una nación, diagnosticándolo como un inservible detritus del materialismo moderno. Aún hoy, el Che vende camisetas a mansalva.

No sé si me explico. El bien y el mal no alteran su naturaleza por mor de los actores o razones invocadas.

Para estigmatizar a la derecha e izquierda más escoradas se les adjetiviza, con o sin motivos, de radicales pero, ¿qué deberíamos entender por radical? Una pregunta más que oportuna pues lo radical y lo moderado no resultan, necesaria y respectivamente, pernicioso y recomendable. A efectos pedagógicos, y acogiéndonos al origen etimológico de la voz extremo, consideremos como radical a lo excesivo o primario; es decir, todo aquello que desoye a la razón y la prudencia.

¿Cómo es posible que el amparo de la vida desde su concepción hasta su último aliento se considere como un valor reaccionario o retrógrado? No hay nada más avanzado y vigente que la protección de la vida. Nada. Y ya que hablamos de la vida y de su dignidad, ¿quiénes somos nosotros para contrariar el derecho a una muerte digna previamente protocolizada en un testamento vital? El derecho a la vida, como a la muerte, son de titularidad personalísima y la Ley del Hombre ha de proteger ambos. Los ya nacidos no pueden decidir sobre el derecho a nacer de un tercero, como tampoco deben mirar a otro lado ante la agonía de un semejante. Mi vida sólo a Dios pertenece; así lo creo pero en modo alguno debo imponer las consecuencias de tan íntima convicción al resto de mortales. Digo más. Ni siquiera sé cómo reaccionaría yo ante un padecimiento extremo.

Radicales, por abyectas, son la homofobia, la misandria, la xenofobia, la misoginia y cualesquiera otras formas de odio que, antes que amparo legal e ideológico, necesitan terapia. Intensiva, además.  No hay formas de odio buenas o malas. En la praxis, la izquierda española es implacable con la homofobia, la misoginia o el racismo extramuros porque atribuye estas patologías a la derecha. Mientras tanto, e incurriendo en una severa contradicción, acepta (por silencio administrativo) la misandria selectiva y la xenofobia doméstica de algunos sectores de los nacionalismos vasco y catalán.

Sirvan estos pocos ejemplos para demostrar que el lenguaje, en manos de algunos políticos, no es más que un instrumento de adoctrinamiento. La retórica política, posterior a la primera elocuencia que fue jurídica, sufre de un proceso de empobrecimiento galopante, de tal forma que la palabra ya no sirve a nobles ideales sino a argucias deshonestas. Tiempo ha que el ágora ateniense hizo las maletas para marchar al circo romano y, salvo fugaces momentos de esplendor, en la arena seguimos.

Hay quienes asimilan la moderación con la inacción. De esas cesantías, estos fulgores de locura.  La democracia se ha convertido en un monumental postureo mediático donde se hace lo que interesa (al poder) y no lo que conviene (al pueblo). Una perversa dicotomía que jamás debería guiar la voluntad de un político. Pondré algunos ejemplos para hacerme entender.

La inmigración ilegal, desordenada y caótica, constituye un problema de primerísima magnitud y no es posible mirar hacia otro lado. Todo gobierno debe decidir cuántos, quiénes, por qué, para qué y por cuánto tiempo entran en la nación. Los recursos y capacidad de acogida de toda nación son limitadas y un gobierno no puede, ni debe, poner en riesgo la estabilidad de un país que no le pertenece. Algunos países de nuestro entorno ya están pagando las consecuencias de tan insensatas políticas inmigratorias. Barriadas erigidas en guetos, donde la marginalidad y determinados fundamentos culturales (que no debemos soslayar) impiden, de facto, la aplicación de las reglas de juego. ¿Quiénes pagan las consecuencias? Nuestras clases humildes que no pueden escapar de semejantes escenarios.

La sanidad pública, esa que todos invocan y que todos abandonan a su suerte, está saturada en lo asistencial y descuadrada en lo económico. Y nadie parece interesado en poner el cascabel al gato.

Al fin y al cabo, a la idílica cotidianeidad que se respira en Pedralbes o en el Barrio de Salamanca le trae al pairo lo que suceda en el Raval o en el Puente de Vallecas.

Quiero decir con ello que, por lo común, quienes toman las decisiones o, mejor dicho, quienes no las toman, eligen clínicas, liceos y empadronamientos que no están al alcance de cualquiera y donde, por descontado, se vive una realidad muy distinta de la del común de los mortales.

Y estando así las cosas, que nadie se extrañe del auge de la diestra y siniestra extremas y de otros populismos alvisenses. Demasiados españoles engañados y otros tantos desesperados que se asirán a un clavo ardiendo. Si en verdad quieren comprender lo que está ocurriendo, incluyan estas humildes aunque indubitadas reflexiones en su relato. O pueden seguir como hasta ahora; enrocados en autocomplacencias banales mientras un mundo, menesteroso de decisiones radicalmente perentorias, sigue girando. De momento ¿Verdad, Mr. Chance?