Belleza fea, luego la nada, por José Antonio Vergara Parra

Belleza fea, luego la nada

Me debo estar haciendo mayor lo que, por otra parte, no deja de ser una bendición. El reciente viaje a Florencia no ha hecho sino afianzar lo que creía circunstancial y liviano. Me gusta el arte; vaya por delante. Si atendemos a los orígenes etimológicos, latino y griego, habríamos de entender por arte al resultado de una cierta habilidad y destreza. Pero es mucho más que eso. El arte a todas las artes habría de amparar pero no todas sirven a aquél. La pintura, la música, las disciplinas escénicas, la arquitectura, la literatura o la escultura contrarias a la verdad no son más que deserciones al arte mismo. Delaciones envueltas en sugestivas aunque mendaces cortezas ¿Acaso la verdad no es sino el seguimiento radical de Jesucristo, vivido a través de la  pobreza, la humildad y el amor a la creación? Así lo entendió San Francisco de Asís y así, muy modestamente, lo entiendo yo. Esa verdad, la única verdad así vivida, habría de empapar cada instante, pensamientos y obras de nuestras vidas.

No me interesa el Coliseo romano en cuya arena se derramaron ríos de sangre inocente para deleite de turbas y patricios. Ni la obra de Pablo Neruda, quien abandonó e ignoró a su hija Malva ¿Su pecado? Haber nacido con hidrocefalia y otros problemas de salud. Murió en Holanda a los ocho años de edad. Que le den a los Medici y a su maldito mecenazgo manchado de sobornos, usura, corrupción, violencia y muerte. Mientras los judíos eran gaseados y exterminados, los altos mandos civiles y militares nazis se deleitaban con Wagner. De idéntica guisa imagino a los Medici; extasiados ante la belleza de un cuadro, una escultura, un palacio o un jardín mientras sobornaban al espíritu santo para que convirtiera en papas a León X, Clemente VII, Pío IV y León XI.

Recorriendo la Galería Uffizi sentí lo que deambulando por entre las gradas del Coliseo, los museos vaticanos o la Basílica de San Pedro. Incomodidad, desconfianza e indiferencia. No hay belleza tras la farsa ni ofrenda sensata desde un obsceno exceso.  No importa cuán altos e imponentes sean los sillares. Ni qué magnificencia aparente el trazo. Ni qué sorpresa depare el escoplo. Ni qué excelencia rezumen las palabras. Nada de eso importa si tras lo ostensible vive la estafa.   Ni juzgo ni prejuzgo. Allá cada cual con su vida y decisiones pero las habilidades o destrezas  de impostores o malvados no es arte sino señuelo.

No me deslumbra el éxito que, caprichoso como pocos, bendice o excomulga sin criterio alguno. Vincent van Gogh murió en la pobreza y apenas vendió cuadros. Su obra Retrato del doctor Gachet fue vendida en 1990 por 82.5 millones de dólares.  Cuestionen el precio de las cosas. No ha mucho tiempo, los pocos que podían comprar merluza de pincho eran obsequiados, como si de perejil se tratase, con un puñaico de angulas. Hoy, por un kilo de angulas bien fresquitas, hay que apoquinar unos mil euros. Dos mil si la Nochebuena anda cerca.

La tristeza y la alegría, el amor y la distancia, el dolor, la soledad o la cercanía han alimentado portentosas obras de arte. El arte debe ser algo así como  la expresión plástica del alma humana; capaz de evacuar al observador los sentimientos y emociones que poseyeron al artista. Me atrevería a decir que el arte es la forma más sublime de comunicación humana donde, según mi opinión,  la depravación y el engaño no tienen cabida alguna.

En esta sobrevendida convicción mía no ha reflexión ni premeditación. Ha ocurrido; sin más. En el fondo, lo intuimos ¿Acaso no sentimos abandono o escalofríos al mirar un cuadro o al recorrer las dependencias de concretos monumentos históricos? Los sentimientos, indomables y clarividentes, preceden al conocimiento de las cosas y de ninguna manera quiero zafarme de aquellos y de éste. He notado paz en la Mezquita de Córdoba y zozobra en más de una catedral cristiana. El Cristo de los Faroles, pequeño y apañado como su albeada y empedrada plazoleta de las Capuchinos, me ensanchó el corazón. Años más tarde, en la plaza petrina de Roma, ese mismo corazón nada sintió, salvo irritación por tan afrentosa demasía. No he visto las pirámides de Egipto ni las aztecas, ni falta que me hace. En ausencia de estadísticas de muertes y accidentes laborales por aquellos tiempos y lugares, sospecho que cientos, sino miles de seres humanos morirían extenuados o sacrificados. Y todo para levantar un colosal mausoleo para el faraón de turno o para saciar el hambre de los dioses. Sólo reconozco a un faraón pues así se apodaba al cantaor jerezano Manuel Torres. A  Manuel Torres, Niño de Jerez, que tiene tronco de Faraón, escribió García Lorca. A Jesús, al que intuyo y sigo, le imagino como el de Los Faroles en un crepúsculo de cielo limpio y luna entera. Chico, sencillo, callado, entre paredes encaladas y ventanas enrejadas con molduras pintadas de albero. Flanqueado por ocho faroles, ya encendidos, de contorneada forja;  mirando de frente a la Iglesia conventual del Santo Ángel, igualmente alba y suficiente. No debe ser azaroso que el cristo lo esculpiese un cantero, Juan Navarro, y que la idea de colocarlo ahí, y no en otro lugar, partiese de la devoción franciscana. Y es entonces que cuando uno, por enésima vez, reputa lo dicho anteriormente; que el sentimiento precedió al conocimiento.

En fin. Supongo que, pese a estas elucubraciones mías, el mundo seguirá girando pero, si me lo permiten como si no, me bajaré de él de vez en cuando. Para respirar a mi manera, más que nada.