Gaza: frágil esperanza
Sábado, 25 de enero
Si Netanyahu ha aceptado un tardío alto el fuego en Gaza es porque sabe que con Trump tiene garantizado el derecho a reanudar los bombardeos contra los palestinos cuando le venga en gana. Esto es, a proseguir el genocidio iniciado, sin ninguna traba ya. No es que no tuviera asegurado este derecho con Biden, pero con los demócratas en el gobierno no era exactamente lo mismo. De ahí que se haya avenido a aceptar una tregua que en términos generales es la misma que rechazó hace meses.
Por razones muy distintas, pero igualmente pragmáticas, el movimiento islamista radical Hamás, que “gobierna” la Franja, ha tenido que rendirse ante la evidencia de los hechos. Debilitado y descabezado parcialmente, aunque no destruido, sus milicias ya no son en términos militares ni la sombra de lo que eran hace quince meses, cuando desencadenó los ataques terroristas del 8 de octubre. Y si a esto añadimos la aniquilación de más cuarenta mil civiles provocada por los ataques israelíes, sobre todo mujeres y niños, miles de casas destruidas (seis de cada diez), una situación humanitaria insostenible y la llegada de Trump a la Casa Blanca amenazando con más infiernos dentro del infierno, la aceptación del alto el fuego, aunque precario e insuficiente, se imponía.
De modo que por fin hay tregua, y esa podría ser la mejor de las noticias si no fuera porque parece más virtual que real. En cualquier caso, la daremos por muy buena si sirve para evitar —ojalá no sea solo temporalmente—, más sangre y dolor. Sin olvidar que la comunidad internacional no puede dejar de poner la vista en la solución de los dos Estados.
Las tres derechas
Lunes, 27 de enero
¿Hasta dónde está dispuesto a llegar el partido de Puigdemont en su pinza con el PP y Vox para poner en evidencia la debilidad del gobierno, cuando no tumbarlo? Esa es a estas alturas de la legislatura la pregunta del millón. El rechazo, el pasado miércoles, por la “tres derechas” del llamado decreto ómnibus, que incluía la revalorización de las pensiones, la prórroga de las ayudas al transporte o fondos para las autonomías (287 millones para la Región), supone, sin duda, un duro varapalo para el gobierno. Pero sobre todo indica —más allá de la indignación causada en la parte de la población que no entiende el rechazo a estas y otras medidas sociales— que algo está cambiando en la correlación de fuerzas de este parlamento.
No nos vamos a sorprender a estas alturas de que el PP votara en contra de ese decreto. Asume la impopularidad que implica oponerse a estas medidas de profundo calado social porque lo contrario sería apartarse de su política de confrontación total con el Gobierno y eso, piensa, sería peor. Por cierto, que uno de los pretextos esgrimidos fue —mira por dónde— su rechazo a que vuelva al PNV el edificio histórico adquirido por esta formación en los años treinta del siglo pasado, requisado más tarde por la Gestapo en colaboración con la policía franquista.
Tampoco debería extrañarnos que Junts, después de que el PSOE lo rescatara de su ostracismo post-independentista, vaya volviendo a la “normalidad” y empiece a mostrar, desligada ya de su nacionalismo segregacionista, su verdadera cara ideológica y programática. Esto es, su condición de partido de derechas.
Así que vayamos haciéndonos a la idea, unos y otros, de que Feijóo, Abascal y Puigdemont acabarán coincidiendo contra el Gobierno a partir de ahora en más de una ocasión. ¿Hasta qué extremo?
Orgullo de clase
Miércoles, 29 de enero
Reconforta ver películas como “El 47”. Airea, entre otras cosas, temas esenciales que no conviene ni olvidar ni desatender. Las migraciones, por ejemplo. O el “charneguismo”, que nunca cesa; o, mejor aún, la épica obrera de la Transición, a la que le debemos algún reconocimiento, digo yo.
Vivifica encontrarse en los carteles con directores de cine de la sensibilidad de Marcel Barrena. Realizadores que, emulando el naturalismo de Zola y adaptándolo a los tiempos, cuentan historias de héroes como Manuel Vital (interpretado magistralmente por Eduard Fernández) quien, al igual que sus vecinos de Torre Baró, dejó su tierra extremeña en la posguerra huyendo del hambre y las represalias de los vencedores de la Guerra Civil para construir con sus propias manos una casa en las afueras de Barcelona.
Eso era a finales de los 50, preludio de los que iban a ser para muchos españoles años de ingentes migraciones. Internas, en unos casos, a Cataluña, Madrid, País Vasco, pero también externas, en otros, a Francia, Alemania, Bélgica… (Mis padres se decantaron por el país vecino). Años de integración para algunos, de “charneguismo” o destierro para otros, que de todo había, escapando de las privaciones económicas y políticas y en busca de una vida mejor.
Zambullirse en la epopeya de “El 47” es para algunos de nosotros una emotiva vuelta al pasado, a nuestra juventud. Un reencuentro vital con nuestros orígenes sociales y nuestra condición de clase obrera. Se lo debemos a Barreno, como cineasta, por supuesto, pero, sobre todo, a personas como Manuel Vital, emigrado, “secuestrador de autobús”, “charnego”, líder vecinal y militante del PSUC y CC OO, gracias a cuyo tesón España fue creciendo algo más en justicia e integración.