Antonio Balsalobre analiza la lucha de los «chalecos amarillos»

Macron

Hay que reconocer que los franceses no se andan por las ramas. Ya sabemos lo que le pasó a Luis XVI, o cómo se las gastaron incluso con la reina. Ahora son los “chalecos amarillos”, que nada tienen que envidiarles a aquellos hijos de la revolución, los que han puesto a Macron, “el nuevo rey”, los llaman ellos, en el punto de mira.

Cuesta entender, desde luego, cómo ha podido surgir un colectivo de estas características, -y sobre todo la forma en que lo ha hecho-, pero ahí está. Cuesta entender cómo al margen de partidos, sindicatos u otras asociaciones ha podido nacer y desplegarse un movimiento tan contundente que ha puesto a un todo un país al borde del abismo, pero ahí lo tenemos,. Bueno, sí, entendemos como todo el mundo que la gente está descontenta y sale a la calle a protestar, que hay un hartazgo, un estar hasta … las narices, (“ras-le-bol”, lo llaman nuestros vecinos) porque pagan muchos impuestos, el gasoil está caro, no pueden circular a más de 80 km por hora en las carreteras de provincia, no llegan a fin de mes, y sobre todo porque odian a Macron. “Nos deprecia, nos humilla con su arrogancia”, dicen.

Pero debe de haber algo más, porque la violencia que se vive sábado tras sábado nos sitúa más allá de cualquier protesta al uso. La rabia de esta Francia profunda se expresa de una forma tan extrema, tan fuera de cualquier cauce institucional, que por momentos parece que todo puede saltar por los aires.

Lo que sorprende son, desde luego, las formas. La violencia y la “espontaneidad” del movimiento. La anarquía con que actúa. No el fondo de ese malestar. Hace tiempo que se viene denunciando en las sociedades occidentales, entre las que se encuentra España, esa fractura social que antes se conocía como lucha de clases y a la que ahora, en esta era del “fin de la historia”, no se sabe muy bien cómo llamarla. No son los parados o los sin techos, aunque pueda haber algunos, los “gilets jaunes” que bloquean las carreteras, queman coches y rompen escaparates de tiendas de lujo (o no impiden que los quemen o los rompan) sino trabajadores, funcionarios o ejecutivos de las clases medias empobrecidas, o que se perciben como tal, los que ubican en la figura del presidente el centro de la diana de todos sus males.

Estamos ante un rechazo sin paliativos de la clase política, que nos recuerda al 15M. Pero una desafección, a lo  bestia. Por momentos, violenta e irracional. Para regocijo de Trump o Salvini, que ven en estos movimientos el germen del populismo de extrema derecha que ellos defienden (“I love France”, tuiteaba el estadounidense mientras ardía París), y desesperación de Macron, que apenas un año después de su flamante elección con más de veinte millones de votos (un 66 % del escrutinio) ve como su castillo liberal-reformador (que tome nota Rivera) se desmorona. Él, que procediendo de la izquierda de Hollande hizo estallar en aras de la modernidad el sistema de partidos tradicionales, creando un movimiento que según dice no es de “derechas ni de izquierdas”, tiene ahora ante sí un movimiento amorfo, anarcoide, violento, que pide mejores condiciones de vida, sí, pero sobre todo que se largue (“Macron, “dégage”) con un odio inédito.

En un acto de contrición sin precedentes, Macron ha reconocido que sus palabras «han herido a algunos» en el pasado y considera justificado el descontento que ha provocado las protestas, por lo que ha decretado un «estado de emergencia económico y social» para hacerle frente.

¿Demasiado tarde? El tiempo lo dirá. ¿Se conformarán los “sublevados” con las mejoras anunciadas? Está por ver. Dicen los que de esto entienden que detrás de las reivindicaciones económicas hay algo más: una petición urgente de soberanía del pueblo. Ojalá no sea la extrema derecha la que en estos tiempos inciertos se lleve el gato al agua.

 

 

 

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