Ana Diosdado, inmensa creadora nuestra

Una actriz superlativa que falleció trabando, al pie del cañón

Rosa Campos Gómez

Brilló con su trabajo poliédrico y valiente, lo hizo sin alardes, de la misma manera que nos llegó, sin caer en la cuenta de que era el suyo un brillo que calaba, que resplandecía desde dentro, más que desde afuera, que se nos introducía con sutileza y sin anuncio ni etiquetas de modernidad, aunque lo fuera en mucho. Sí, nos advino como algo que simplemente se impregna y con el tiempo conseguimos saber que aquello fue bueno, más incluso de lo que pensábamos en su momento, aunque ya fuera aplaudido entonces. Ella es Ana Diosdado y le debemos el que pusiera la realidad en escena para ser comprendida desde una filosofía tan cercana como profunda, ofreciéndonos cultura de alta gama expuesta de manera asequible.

La suerte que tenemos es que buena parte de su producción queda guardada en los archivos de TVE, a la que podemos acudir para comprender un tiempo que es más próximo de lo que nos pueda parecer a simple mirar, desde mediados de los 60 del pasado siglo hasta bien entrado este.

Nació en 1938 en Buenos Aires, donde sus padres, los españoles Isabel Gisbert, actriz, y Enrique Diosdado, primer actor por entonces de la compañía de Margarita Xirgu, habían ido de gira poco antes del estallido de la guerra civil que acabó con la II República. Tras el divorcio y la muerte de Isabel, Enrique contrajo nuevas nupcias con la actriz Amelia de la Torre y le dieron un hermano a Ana, quien desde pequeña se movió entre textos, ensayos y tablas. En 1950 la familia dejará Argentina para volver a España.

En Madrid, Ana, se formó en el Liceo Francés y en la Universidad Complutense, aunque no llegó a terminar Filosofía y Letras porque decidió dedicarse de lleno a la escritura, cultivando diferentes géneros: teatro, novela, guiones para televisión y para radio, artículos y adaptaciones de obras teatrales de autores europeos y americanos. Compaginó todas estas facetas literarias con la de actriz -desde los cinco años- y alguna vez de directora. Se inició como escritora con la publicación de dos novelas en los 70: En cualquier lugar, no importa cuando y Campanas que aturden.

En 1970 estrenó Olvida los tambores, obra que le abrió muchas puertas, con la que cosechó un gran éxito, no exento de polémica, y por la que le concedieron importantes premios de las artes escénicas (Mayte, Foro Teatral). Se emitió en Estudio 1, en blanco y negro y con magníficos actores. Su contenido desmonta esquemas evidenciando las contradicciones, y araña en la psique indagando en lo peor -para saber las causas- y en lo mejor- para afrontar las consecuencias-. Ana Diosdado es una autora pionera y excelente en unos años en los que la necesidad de que la dictadura caducara para dejar paso a un tiempo nuevo y con necesidad de aventar, dando protagonismo a la juventud que se encontraba con las dificultades y aspiraciones que ese cambio requería.

Su producción como dramaturga es fecunda ya en la década setentera: El Okapi; Usted también podrá disfrutar de ella -que cosechó excelentes opiniones como la de Lázaro Carreter que escribió que la autora analiza y comunica “con lúcida claridad, unos males gravísimos de nuestra sociedad compradora y alienada”-; Los comuneros; Y de Cachemira, chales. También a estos años corresponde el guion de la serie televisiva Juan y Manuela, que ella, además, interpreta. En 1979 contrajo matrimonio con Carlos Larrañaga en Londres. 20 años después se divorciaron, aunque mantuvo una estrecha amistad con el actor, cuidando de él durante su enfermedad hasta el final.

Anillos de oro, emitida por TVE en 1983, le dará todo el reconocimiento merecido, incluidos los premios TP de Oro a la mejor serie y Fotogramas de Plata a la mejor actriz. En ella, de nuevo, como hiciera en el teatro, pone en acción lo que no se acostumbra a reconocer. Narra cuestiones que nadie se había atrevido a mostrar con tanta naturalidad, logrando unos incomparables niveles de audiencia -15 millones-, lo que la sitúa en la cima de la popularidad y evidencia la clamorosa acogida de unos temas que era preciso contar.

En 1986 se emite una nueva serie, Segunda enseñanza, en la que ella es guionista e interprete, como en las dos anteriores. La he visto ahora para tener una idea más actualizada de su trabajo, y la recomiendo, especialmente si queremos viajar hacia los ochenta. Contiene frescura, realidad, belleza, audacia, calidad interpretativa, textual, musical, fotográfica y de escenarios, y buena mano para desmontar tabúes, siempre teniendo en cuenta ese contexto en que se transitaba de una dictadura a una democracia anhelada, con relaciones intergeneracionales entre actores y actrices que estaban curtidos en interpretación junto a noveles que actualmente llenan de calidad artística escenarios y pantallas nacionales e internacionales. Además de estas series, en teatro estrena Cuplé, Los ochenta son nuestros y Camino de plata.

En la década de los 90 da forma a Yo, la juez, guion para una serie televisiva que no llegó a producirse, y escribe y lleva a escena las piezas teatrales 321, 322; En la corteza del árbol; Cristal de Bohemia; Decíamos ayer; La imagen del espejo -que fue antes guion radiofónico-; y La última aventura –estrenada en 1999 en el Teatro Romea de Murcia-; y publica la tercera y última de sus novelas, Igual que aquel príncipe.

Fue la primera mujer presidenta de la Sociedad General de Autores y Editores (2001 -2007) y no dejó de escribir ni de trabajar hasta el final. Al nuevo siglo pertenece el guion de la película Las Llaves de la independencia, y las obras de teatro Harira y El cielo que me tienes prometido, esta última sobre Santa Teresa y su encuentro con la Princesa de Éboli, estrenada en julio de 2015, estando enferma de leucemia desde 2013. Recibió, además de los citados, los premios Max y Fastenrath.

Murió el 5 de octubre de 2015 durante una reunión en la SGAE, trabajando. Paloma Pedrero, profesora, actriz, autora y compañera en esta institución, recuerda ese final: “Sentada, como una gran dama de la interpretación y la escritura, con un gesto tierno y firme, a la vez, fuimos sintiendo como su corazón dejaba de latir. Nunca pensé que su generosidad conmigo llegara a tanto. Me ha permitido estar a su lado en el último momento. Me ha ofrecido su ser, su mano preciosa hasta el final.”

La esperanza con ganas de vencer al desaliento es lo que encontramos en toda su obra, que es abundante, clara, en la que la tragedia y la fina sátira se combinan con talento, en la que las contradicciones humanas quedan al descubierto con desgarro y con ternura según era menester. Generó retratos textuales y visuales de una realidad social que necesitaba ser contada para ser mejor percibida entonces, y recordada ahora.

Escribió siempre con nombre propio y desde un humanismo imprescindible, sin permitir que la frenaran en su actividad las críticas negativas sobre su trabajo que también escribían, porque entendía que ser progresista y manifestarlo no era bien recibido por según qué sectores. Dijo que «los auténticos actores son esa raza indomable que interpreta los anhelos y fantasmas del inconsciente colectivo”, que “hay pueblos a los que se les soborna con el nivel de vida para que no se paren a pensar por dónde anda el nivel de su vida” y que “la única manera de persuadir es decir la verdad”.