¿14 de abril? No, gracias, pero tal vez otro día cualquiera, por José Antonio Vergara Parra

¿14 de abril? No, gracias, pero tal vez otro día cualquiera

Nunca me gustó la fecha del 14/04/1931, pues mal estuvo lo que se gestó de forma ilegal (autoproclamada tras las elecciones municipales del 12/04/1931). Se desarrolló traicionando el espíritu de sus más brillantes valedores (Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Pérez de Ayala) y acabó como el rosario de la aurora. No se engañen. Si desean hallar al culpable de la Guerra Civil española, dirijan sus pensamientos hacia la calamitosa II República Española. Pero, para ser justos, la proclamación de la II República no dejó de ser un golpe encima de la mesa de un pueblo, el español, zarandeado por el régimen de turnos sagastianos y canovistas (1902-1923), la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) y la dictablanda del General Berenguer (1930-1931).

Nunca fui monárquico pero sí juancarlista. No pude ser lo primero por coherencia intelectual pues toda monarquía, por decorativa que ésta fuere, chirría con la democracia misma. Mas, durante un tiempo y por motivaciones esencialmente pragmáticas, fui un aguerrido juancarlista. Le estoy agradecido, en realidad. Por lo que hizo en la Transición y por sus ulteriores devaneos y venalidades. Sus primeros esfuerzos a España y a los españoles beneficiaron. Y la luz vino a mí por lo segundo. No quisiera pecar de parcialidad pues el mérito de mi sobrevenido republicanismo no es tanto de Juan Carlos (que también) sino, ante todo, del sistema. De un sistema de sombras e intereses creados que, de espaldas a la Ley, pergeña apaños. Algo así como un aparato paralelo en el que personas muy poderosas se arrogan un poder irreconocible para el mandato democrático y en beneficio de intereses particulares.

El destierro de Juan Carlos I, precisamente en Emiratos Árabes, no deja de ser una reveladora alegoría de la decadencia de la democracia española. Allí donde la más hortera opulencia cohabita, por ejemplo, con la permisibilidad del castigo a la mujer o al hijo menor por parte del esposo o padre  (sin dejar marcas, of course), reposa graciosamente el Borbón. Ya sabemos todos que el dinero anestesia consciencias y sacraliza estéticas sin ética.

No se hagan ilusiones porque mi república difiere, y mucho, de la soñada por nostálgicos resentidos. Mi república es unicéfala, que no está el horno para bollos ni para suntuosos floreros.  El jefe del Estado tendrá que ser también Primer Ministro. Mi república será unicameral. Ubiquemos los cementerios de paquidermos allí donde, ríos mediante, brotan tiernos pastos al alcance de quijadas maltrechas. Mi república no será tibia con sus enemigos. España es la patria común e indivisible de todos los españoles y solo el pueblo español en su conjunto es soberano para decidir su presente y su futuro. Mi república no reescribe la Historia ni blanquea a terroristas pues bajo un espurio pragmatismo se esconde, por lo común, la rendición moral del Estado. Mi república enaltece y preserva la memoria de todos los corderos sacrificados por Txapote y cía. Una república que no respeta a sus mártires sólo merece el desprecio de su pueblo.

En mi república harían bien en atarse los machos los malhechores, corruptos, sediciosos, golpistas y tramposos porque no habría piedad para ellos. Definitivamente, no habría paz para los malvados pero sí para las gentes de bien que, pese a  su mansedumbre y nobleza, padecen en carnes propias penitencias ajenas. La justicia y la cobardía no maridan bien; son indisolubles como el agua y el aceite. El pueblo español, en su mejor versión, recuperaría el señorío en calles y plazas. Golpistas y sediciosos sólo hallarán a un único interlocutor: al juez de guardia.

Sepas los nacionalistas, supremacistas y demás racistas domésticos que nuestras fronteras estarán abiertas para ellos. Les animo fervorosamente a emprender un viaje sin retorno.

No habrá paz para los malvados. Insisto. Tampoco para los patriotas de corazones bastardos e intenciones deshonestas pues si hay algo peor que un felón es un impostor. En mi república nada han de temer los empresarios, inversores e innovadores. Gozarán de cuanto apoyo pueda prestarles el Estado pero algo deben tener claro: los salarios, descansos y derechos de los trabajadores serán protegidos sin sucumbir al desaliento; pues no habrá patria posible hasta que todos y cada uno de sus trabajadores lleven dignidad a sus hogares. La sanidad y la educación serán públicas y únicamente públicas. La educación, en todas sus fases, recuperará la excelencia que nunca debió perder; paulatina y voluntariosamente degradada por quienes, con la boca grande, decían defenderla y con la chica matriculaban a sus vástagos en liceos privadísimos y costosísimos. La sanidad necesita una catarsis basada en razones objetivas y técnicas y alejadas de clientelismos políticos. La sanidad seguirá siendo universal pero ni ha sido, ni es ni será nunca gratuita. Todos, insisto, todos los españoles tendrán la obligación de contribuir con los impuestos al sostenimiento de la sanidad pública.

Partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales se financiarán única y exclusivamente con las cuotas de sus afiliados. Se acabaron estas subvenciones y cualesquiera otras que no redunden en fines sociales de primerísima necesidad. Se acabaron las pagas vitalicias, las puertas giratorias y todos los privilegios injustificados que, para sí mismos y contra el erario público, urden las élites políticas y económicas. En mi república no habrá legislaciones ad hoc ni ad hominem que, auspiciadas desde contubernios políticos, zahieran la igualdad de todos los españoles ante la Ley………

Podría seguir pero sospecho que les estoy aburriendo; ¿verdad? Me hago cargo. Yo también ando desesperanzado. El mío es el lógico quejido de un pueblo mudo que se ahoga en su lamento. Que se humilla una y mil veces ante los desaires y olvidos de los príncipes maquiavélicos de turno. Más allá de construcciones jurídico-políticas bienintencionadas, lo que de veras importa es que el corazón y el alma individuales se afanen en poner sus aptitudes y habilidades al servicio del bien. La razón, la inteligencia o el trabajo, por ejemplo, ¿de qué sirven sino se inclinan ante la justicia, la solidaridad o el amor?

Mi república, voy terminando, prescindirá de numeración romana. Olvídense de la tercera. República de España y punto. Daltónica, hospitalaria y libre de pesadas rémoras. Por hacer y construir entre todos. Y si así no hubiere de ser, mejor nos quedamos como estamos. Conociendo el patio y visto lo visto, tal vez Felipe merezca una oportunidad. Pese a que el cetro y la tiara estaban envenenados, el Jefe del Estado está exhibiendo un aplomo, una seriedad, un rigor y un saber estar que ya quisieran para sí los politicastros que padecemos. Casi que estoy dispuesto, por ahora, a olvidar mis particulares anhelos pues atisbo mayor generosidad y amor a España en los monárquicos que en los republicanos de carné.